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La Corrupción del Alma: Un Análisis de los Pecados Preconcebidos y Cometidos Bajo Presión



 La justicia divina, aunque incorruptible, enfrenta desafíos en un mundo donde la corrupción se arraiga en el compromiso traicionado. A menudo, las personas se bautizan en la fe, pero olvidan que la verdadera espiritualidad requiere una inmersión diaria en la introspección y la automejora.


La vida espiritual puede corromperse por un comportamiento ultra-moralista que ignora la realidad de la imperfección humana. La idea de un paraíso celestial perfecto es una utopía irrealizable para una mente imperfecta. En esta incongruencia reside la corrupción.

Para engañar, se crean utopías irrealizables. Para beneficiarse del engaño, uno debe aliarse con estafadores de su mismo estado mental que financien su alma endiablada. Como dice en 1 Corintios 15:33: "No os dejéis engañar. Las malas compañías corrompen las buenas costumbres". Pero, ¿no ha pecado ya el corrupto antes de aceptar el trato?

Cuando hablamos de pecados genuinos o naturales, debemos mencionar los errores humanos. Todo error de acción es precedido o seguido por una idea. Las ideas que preceden al error garantizan una enfermedad del alma que penetra y compromete nuestra naturaleza, posiblemente debido al olvido o desconocimiento de Dios. Las ideas que ocurren después del error permiten el arrepentimiento, la única condición para una limpieza espiritual pero no definitiva. Como menciona 2 Pedro 2:20: "Porque después de haber escapado de las contaminaciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo son enredados en ellas y vencidos, su condición postrera viene a ser peor que la primera".

Sin embargo, hay errores que se cometen bajo presiones de situaciones específicas, como el levita en Guibeá de Benjamín. En los días de antaño, cuando Israel aún no tenía rey, un levita vivía en las montañas de Efraín. Tomó como concubina a una mujer de Belén de Judá, pero ella le fue infiel y huyó a la casa de su padre. Después de cuatro meses, el levita decidió buscarla, con la esperanza de reconciliarse. Viajaron juntos, acompañados por un criado, y al caer la noche llegaron a Guibeá, una ciudad de la tribu de Benjamín. Un anciano les ofreció refugio, pero la noche trajo consigo una terrible tragedia. Los hombres de la ciudad, corrompidos por la maldad, cometieron un acto atroz. Rodearon la casa del anciano y le dijeron: "Queremos que nos entregues al hombre que tienes dentro para acostarnos con él". A lo que el anciano mostró su negativa y propuso, junto al levita, entregar a la concubina y a su propia hija. La mujer fue violada severamente, su cuerpo fue depositado en la puerta de la casa. A la mañana siguiente el levita, al ver en el umbral el cadáver de su concubina, decidió despedazarlo en doce partes para divulgar aquel hecho horrendo. La indignación se extendió como un incendio forestal, y las tribus se unieron para castigar a la tribu de Benjamín. La guerra estalló, y la sangre manchó la tierra que una vez fue pacífica. La tribu de Benjamín fue derrotada, y Guibeá quedó en ruinas. Pero con el tiempo, la ciudad se recuperó y se convirtió en el lugar de la corte del rey Saúl.




Este acto de cobardía y falta de respeto hacia su concubina es un ejemplo sombrío de cómo la presión y el miedo pueden llevar a las personas a cometer actos terribles. Es un recordatorio de la importancia de mantener la integridad y la humanidad, incluso en las circunstancias más difíciles. La corrupción del alma es un proceso íntimo de confidencialidad con el error. Ser fiel a la desfachatez es preconcebir el crimen que cometerá el individuo, abducido por su maldad ideológica. La savia malévola del pecado se alimenta de esta preconcepción, y solo el arrepentimiento sincero puede ofrecer un camino hacia la redención.

Comentarios

Lirios ardientes.

Isabel la Católica y Tomás de Torquemada: Unidos en la fe.

 El invierno enfriaba los pedregales aquella mañana del 13 de diciembre de 1474. Isabel, una hermosa y regia mujer, pisaba en el resguardo de las petunias todo el resplandor de su cabellera rubia. A la salida del sol, atavió su altura sanguínea legitimada en el Tratado de los Toros de Guisando, oscureciendo los sistemas inseguros de los anarquistas que burbujeaban la época. El populacho se reúne ante semejante ceremonia, agitando sus lenguas con un «¡Viva la Reina!». Quizás anduviera por los contornos un Tomás de Torquemada, joven y de mirada serena. Admirando, no a una fémina de exuberante belleza, sino una esperanza personificada en Virgen, un rayo luminoso que arreglaría los fracasos de su antecesor, Enrique IV el Impotente. Este apodo no solo se debía a su esterilidad que afectaba la política por consanguinidad, sino también por su endeble actitud y falta de rigidez.  Enrique IV se encontró rodeado de moros y judíos conversos, así como en la guerra de Sucesión castellana, que enfre