El invierno enfriaba los pedregales aquella mañana del 13 de diciembre de 1474. Isabel, una hermosa y regia mujer, pisaba en el resguardo de las petunias todo el resplandor de su cabellera rubia. A la salida del sol, atavió su altura sanguínea legitimada en el Tratado de los Toros de Guisando, oscureciendo los sistemas inseguros de los anarquistas que burbujeaban la época. El populacho se reúne ante semejante ceremonia, agitando sus lenguas con un «¡Viva la Reina!». Quizás anduviera por los contornos un Tomás de Torquemada, joven y de mirada serena. Admirando, no a una fémina de exuberante belleza, sino una esperanza personificada en Virgen, un rayo luminoso que arreglaría los fracasos de su antecesor, Enrique IV el Impotente. Este apodo no solo se debía a su esterilidad que afectaba la política por consanguinidad, sino también por su endeble actitud y falta de rigidez. Enrique IV se encontró rodeado de moros y judíos conversos, así como en la guerra de Sucesión castellana, que enfre
Sitio consagrado al estudio y conocimiento de la religión y espiritualidad.