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Isabel la Católica y Tomás de Torquemada: Unidos en la fe.




 El invierno enfriaba los pedregales aquella mañana del 13 de diciembre de 1474. Isabel, una hermosa y regia mujer, pisaba en el resguardo de las petunias todo el resplandor de su cabellera rubia. A la salida del sol, atavió su altura sanguínea legitimada en el Tratado de los Toros de Guisando, oscureciendo los sistemas inseguros de los anarquistas que burbujeaban la época. El populacho se reúne ante semejante ceremonia, agitando sus lenguas con un «¡Viva la Reina!». Quizás anduviera por los contornos un Tomás de Torquemada, joven y de mirada serena. Admirando, no a una fémina de exuberante belleza, sino una esperanza personificada en Virgen, un rayo luminoso que arreglaría los fracasos de su antecesor, Enrique IV el Impotente. Este apodo no solo se debía a su esterilidad que afectaba la política por consanguinidad, sino también por su endeble actitud y falta de rigidez. 

Enrique IV se encontró rodeado de moros y judíos conversos, así como en la guerra de Sucesión castellana, que enfrentó a los partidarios de Isabel con los de su medio hermana, Juana, la Beltraneja. Este mote se originó por el rumor de ser hija de Beltrán de la Cueva, cuestión que, de ser cierta, impediría que Juana tuviera derechos sobre Castilla. Los chismes eran más que vulgares e invitaban a una vergüenza ajena de la que no escribiremos aquí. Lo cierto es que desde 1455 había motivos para especular. Al casarse Enrique con Juana de Portugal en su segundo matrimonio, el esposo se habría negado a exhibir la sábana nupcial, faltando a la infalible prueba del coito.





Como estrato de la vida agitada de la devota reina, nos queda su confesor, el fray Tomás de Torquemada, llamado el martillo de los herejes y nombrado Inquisidor General al agrado de Isabel. Recibió por sus historiadores la fama oscura y blanca de hombre fiel a sus reyes católicos, a la vez que asesino de judíos. Según su difamador maestro, el señor Juan Antonio Llorente, sus procedimientos fueron espeluznantes: “10,280 víctimas murieron en llamas, 6,860 fueron quemadas en efigie por muerte o ausencia de la persona, y 27,321 fueron castigadas con infamia, confiscación de bienes y cárcel perpetua o inhabilidad para empleo con título de penitencia; todas estas tres clases componen 114,401 familias perdidas para siempre.”

En cambio, su ángel y admirador William Thomas Walsh vio ante él a un español ejemplar consagrado a su fe inmutable. “Era un hombre apacible y estudioso, que abandonó el claustro para desempeñar un cargo desagradable pero necesario, con espíritu de justicia templado por la piedad y siempre con habilidad y prudencia. Un gran legislador; el hombre que, junto con el rey Fernando y la reina Isabel, y acaso Colón, contribuyó más eficazmente a la grandeza de la España del siglo de Oro de la Edad Moderna. Para algunos fue más que eso, fue un Santo.”

Torquemada nació en o cerca de Valladolid, Castilla La Vieja, en el año 1420. Los Torquemada eran una familia distinguida y descendientes (según cuentan) de judíos, afirmación que posteriormente fue negada por Zurita, cronista del siglo XVI. Su tío Juan entró en la Orden Dominicana y destacó en Literatura, Filosofía y Administración, siendo admirado por Roma y posteriormente elegido Maestre de Palacio. Esta semejante herencia forjó al joven Tomás, que enlazaría su ardiente corazón a las llamas eternas de Dios.

Mientras las tierras ibéricas se debatían entre la anarquía y la delincuencia, los bárbaros y los moros empecinados sembraban un reino atribulado por el descontrol, las pestes y las hambrunas. En este contexto, Isabel, guiada por la gallardía de Fernando, asumió un compromiso vital: poner fin a los aires inestables que amenazaban gravemente la cristiandad.

 Siguiendo las recomendaciones de sus consejeros, enviaron una concienzuda carta al Papa Sixto IV, quien finalmente dio su aprobación para la aplicación de la Inquisición en la convulsa España.
Aunque Torquemada no lideró inicialmente esta labor, terminó asumiendo el cargo de Inquisidor General y transformando las leyes cruentas que previamente habían enfurecido al Papa, especialmente a raíz de los acontecimientos en Sevilla.
Sin embargo, las mismas ventiscas que elogiaron a su tío Juan en el pasado también nublaron las opiniones sobre Tomás ante el Papa Alejandro VI. Su exaltada autoridad incluso atrajo críticas de su adorada Isabel: “Tanta era la autoridad que tenía con los príncipes y la santa osadía con la que les hablaba lo que convenía, que, como eran hombres y señores, después de algunos años confesaron que deseaban apartarse de él”.



En su vejez, Tomás se retiró al convento de Santo Tomás de Ávila hasta su fallecimiento. Se dice que, en 1572, sus restos fueron trasladados a otra capilla, y en ese momento, gentiles gentes lo rodearon, al igual que él había rodeado a la poderosa Isabel en su época. Del sepulcro abierto emanó un aroma dulzón, quizás el olor de su propia fe: “Cuando se abrió la tumba para trasladar los restos, los presentes sintieron un especial olor dulce y grato. El pueblo comenzó a rezar ante su tumba»

Comentarios

Lirios ardientes.

La Corrupción del Alma: Un Análisis de los Pecados Preconcebidos y Cometidos Bajo Presión

  La justicia divina, aunque incorruptible, enfrenta desafíos en un mundo donde la corrupción se arraiga en el compromiso traicionado. A menudo, las personas se bautizan en la fe, pero olvidan que la verdadera espiritualidad requiere una inmersión diaria en la introspección y la automejora. La vida espiritual puede corromperse por un comportamiento ultra-moralista que ignora la realidad de la imperfección humana. La idea de un paraíso celestial perfecto es una utopía irrealizable para una mente imperfecta. En esta incongruencia reside la corrupción. Para engañar, se crean utopías irrealizables. Para beneficiarse del engaño, uno debe aliarse con estafadores de su mismo estado mental que financien su alma endiablada. Como dice en 1 Corintios 15:33: "No os dejéis engañar. Las malas compañías corrompen las buenas costumbres". Pero, ¿no ha pecado ya el corrupto antes de aceptar el trato? Cuando hablamos de pecados genuinos o naturales, debemos mencionar los errores humanos. Todo e